El caso comentado, junto con las afirmaciones del funcionario de la ONU, constituye un desmentido contundente a un discurso oficial que insiste en afirmar que el propósito principal de la política vigente de combate al crimen organizado es el "fortalecimiento de la legalidad". La realidad es que el saldo de dicha estrategia de seguridad pública –además de los más de 60 mil muertos, de una creciente descomposición institucional y una pérdida de soberanía inaceptable– no ha sido el reforzamiento del estado de derecho y la paz pública, sino el de la ilegalidad y la barbarie, así como la colocación del país en escenarios de guerra sucia parecidos a los que se vivieron durante las administraciones de Luis Echeverría y José López Portillo, caracterizados por la incorporación de las desapariciones forzadas y la tortura como prácticas cada vez más frecuentes de las fuerzas públicas.
En el momento presente, resulta imperativo recordar que la tarea irrenunciable del Estado de combatir a la delincuencia no excluye de ninguna manera la obligación de velar por las garantías individuales de todos los ciudadanos –independientemente de su situación jurídica– y de vigilar que las acciones de la autoridad se desarrollen en el marco de la ley. En cambio, la relación directa existente entre las acciones oficiales para combatir a la criminalidad y el incremento de las violaciones a la legalidad por parte de las propias autoridades constituye una razón adicional para demandar el viraje y la reformulación radical de la estrategia de seguridad en curso.
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